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lunes, octubre 4

Contra la pena de muerte

Cada semana, el padre jesuita Federico Lombardi, portavoz de la Santa Sede, lee un editorial en Radio Vaticano, de la que también es director general, sobre algún asunto de actualidad. Su última reflexión me ha parecido particularmente oportuna, bella y poética. Se trata de un alegato contra la pena capital. Lombardi es rotundo. Va más allá del catecismo vigente de la Iglesia católica, el cual deja todavía una rendija moral –minúscula, pero rendija al fin y al cabo- que acepta en casos muy extremos la pena de muerte como autodefensa de una comunidad.



Soy contrario al recurso a la pena de muerte. No la quiero ni en China, ni en Irán, ni en los Estados Unidos, ni en India, ni en Indonesia, ni en Arabia Saudí, ni en ninguna parte del mundo.

No la quiero por lapidación ni por fusilamiento, ni por decapitación, ni mediante la horca, ni electrocución, ni por inyección letal. No la quiero dolorosa o indolora. No la quiero en público ni en secreto.

No la quiero para las mujeres, ni para los hombres; ni para los discapacitados, ni para los sanos.

No la quiero para los civiles, ni para los militares; no la quiero ni en paz, ni en guerra.

No la quiero para quien puede ser inocente, pero tampoco la quiero para los reos confesos. No la quiero para los homosexuales. No la quiero para las adúlteras. No la quiero para nadie.

No la quiero ni siquiera para los asesinos, para los mafiosos, para los traidores y para los tiranos.

No la quiero por venganza, no para liberarnos de prisioneros incómodos o costosos, y ni siquiera por presunta misericordia. Porque busco una justicia más grande. Y es bueno caminar por este camino para afirmar cada vez más, en beneficio de todos, la dignidad de la persona y de la vida humana, de la cual no somos nosotros quienes disponemos. Como dice el Catecismo de la Iglesia católica, citando a Juan Pablo II, hoy, para los estados, los casos en los que sea absolutamente necesario suprimir al reo «suceden muy [...] rara vez [...], y en realidad son prácticamente inexistentes". Hagámoslos inexistentes. Es mejor.

Publicado en el periódico La Vanguardia por Eusebio Val, corresponsal en Roma.


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